Bicentenario

México no festeja nada el día de hoy. Los libros escolares apenas si mencionan esta fecha, quizá una de las más importantes de su historia. Pero nada. Ningún reconocimiento, ninguna ceremonia, nada que pueda recordar que el 27 de septiembre de 1821, México declaró su independencia. Es decir, hace exactamente doscientos años.

Fue cuando tenía doce o trece años cuando un profesor nos hizo observar el error. Que aquello que festejábamos cada 15 de septiembre entre fuegos artificiales, pozole y sombreros zapatistas, era tan sólo el inicio de una guerra que había culminado once años después, cuando casi todos los protagonistas que habían iniciado esa revolución habían muerto.

En aquella ocasión, aquel profesor inolvidable, dijo aquella frase tan comentada como tan poco reflexionada, a pesar de ser tan conocida: “los indios hicieron la conquista y los españoles la independencia”. Y fue en esa frase donde encontré la respuesta de por qué la fecha del fin de la contienda ha quedado en el olvido. Sin embargo, siempre me preguntaba, ¿por qué seguimos negándola? ¿por qué seguimos festejando el inicio de una campaña que fue un absoluto fracaso para sus organizadores?

Porque es cierto. Fue un criollo, hijo de español peninsular y criolla, general de las tropas realistas del Virreinato de la Nueva España, Agustín de Iturbide, quien declaró la independencia de México, junto con el último Virrey, Juan de O’Donojú y el último caudillo insurgente, Vicente Guerrero.

Igualmente es cierto que Iturbide ordenó entrar a las tropas del primer ejército independiente, el Ejército Trigarante, entrar a la Ciudad de México el día 27 de septiembre porque era su cumpleaños, demostrando su carácter egocéntrico y personalista que después desvelaría al nombrarse Agustín I, Emperador de México.

Pero ¿por qué los mexicanos nos resistimos a negar estos hechos y aceptarlos como tal? ¿Por qué no existe ningún festejo ni honor a este día, el primero y verdadero del México independiente? Podríamos decir que por ignorancia o por simple y llano nacionalismo. Pero quizá haya algo más profundo.

Los mexicanos, por años, hemos dedicado gran parte de nuestra voluntad, esfuerzo y dedicación en mantener una apariencia, en vez de aceptar quiénes realmente somos y qué podemos hacer para transformarnos. Porque en el fondo seguimos siendo esa misma sociedad colonial, racista y clasista, que nació con la Conquista: serviles con el poderoso e implacable con el débil; despreciamos a los indígenas al mismo tiempo que nos envolvemos con la bandera decorada con un escudo basado en una leyenda que les pertenece más a ellos que a nosotros; nos indigna tanto inmigrante centroamericano en nuestras calles, mientras somos uno de los países con más migrantes en el mundo; regateamos a los artesanos, mientras estamos dispuestos a dejarnos hasta el último centavo en un celular que cambiaremos en un año.

En el extranjero gritamos con orgullo que somos mexicanos, mientras hacemos de nuestros defectos nuestro signo de identidad: si nos emborrachamos hasta morir, es que soy mexicano; si cometemos algún acto incívico, es que soy mexicano; si acosamos a las mujeres, es que soy mexicano; si me orino en las calles, es que soy mexicano. Como si no tuviéramos remedio, como si fuera un sino del cuál no podemos escapar. Aunque todo indica que no queremos. Porque si no, ¿qué nos queda?

Nos sentimos los reyes de América Latina, aunque sin motivo alguno, pues no somos la primera economía de la región, no contamos con una industrialización que se compare con la de Brasil, ni destacamos en torneos deportivos como lo han hecho en los últimos años Argentina, Colombia o Chile.

En medio de la peor pandemia en un siglo, nuestra sanidad pública desveló su peor cara tras años de robo, rapiña y corrupción. Lo mismo que la educación pública, cada vez más devaluada y desaparecida, incapaz de ofrecer una educación equitativa en medio de la crisis. Las deficiencias de ambos servicios públicos básicos abren más y más la brecha de la desigualdad que la clase media intenta paliar comprándose autos, vistiendo ropa de marca o tirando con orgullo en la basura las cajas de los productos que no necesita con la marca de Amazon, aunque en la nevera falte lo más básico.

Las apariencias, siempre las apariencias.

Quizá deberíamos comenzar por aceptarnos. Por saber que nuestra historia es la que es y no la que queremos que sea. Los héroes no existen. Todos fueron hombres de carne y hueso, con defectos y virtudes. La independencia de nuestro país fue un acto basado en intereses políticos y económicos. Todo lo demás eran discursos vacíos: la patria, la libertad, la democracia. Palabras, abstracciones, todas debatibles. Porque cada uno de nosotros vemos un significado diferente en cada uno de esos términos.

Pero como dijo aquel profesor: “somos un país tan rico y resistente, que llevamos casi doscientos años robando y sigue en pie”. Y eso no es baladí. Tenemos muchas virtudes: somos curiosos desde la cuna, no tenemos miedo a lo diferente, contamos con un cierto espíritu aventurero, somos capaces de levantarnos, a pesar de todo, de grandes catástrofes, donde demostramos esa vena solidaria que desaparece apenas la urgencia concluye.

Tal vez lo que nos falta es querernos un poco más a pesar de todo. Mirar al otro como igual y no como una competencia. Erradicar nuestro clasismo congénito, que nos lleva a matar por el dinero fácil y por demostrar que no somos menos que nadie. Estamos equivocados, todos somos iguales a pesar de las diferencias.

Porque somos un país diverso desde el primer día: un criollo, un mestizo y un español encabezaban el ejército que declaró la independencia de México hace doscientos años. A partir de ahí se han cometido incontables errores, pero todavía estamos a tiempo.

Libros para otros

Regalar, recomendar o prestar un libro es todo un arte. No se trata de escoger el primero que viene a la cabeza o uno que simplemente te guste, ni tampoco aquel que está de moda. Elegir un libro para alguien tiene una importante carga significativa, que va de lo emotivo a lo racional, pasando por lo anecdótico. Porque esa elección no sólo habla de ti y de lo que piensas de la obra, sino también de la persona que lo recibe.

Durante estos días de confinamiento (estamos en los tiempos difíciles del coronavirus), tuve la oportunidad de volver a ver la película El erizo (Francia, 2009), basada en la novela La elegancia del erizo, de Muriel Barbery (Seix Barral, 2007). Uno de los momentos culminantes del filme sucede cuando un hombre y una mujer comprenden que comparten gustos literarios, y este hecho es algo así como un flechazo entre ambos. Por supuesto, el hombre decide regalarle una edición especial de ese libro, cercano para ambos, y ella se siente asustada y halagada a la vez, porque se sabe descubierta.

Obsequiar un libro es enviar un mensaje. Suele ocurrir que, tiempo después de haberlo entregado, el destinatario pregunte por qué elegimos precisamente ese título. En ocasiones la pregunta es una barrera para ocultarse del halago, en otras, hay un cierto reproche. Sin embargo, en ambos casos, quien lo ha recibido conoce la respuesta. Porque la literatura tiene la magia de desvelar nuestros más ocultos secretos. Esa es la razón por la cual esa cuestión se queda como una simple pregunta retórica. Tanto el emisor como el receptor saben que el medio ha desvelado una parte del segundo. Y más allá de su comentario, escapando del halago o exhibiendo el reproche, lo mejor es dejar todo en silencio. Las páginas ya lo han dicho todo.

Otra situación común es cuando alguien te pide que le recomiendes un libro. Así, de repente, sin anestesia. Suele ser un momento singular, un tanto incómodo. Debes pensar rápido, repasar todos los títulos que te vengan a la cabeza en tan sólo unos segundos mientras miras a la cara a tu interlocutor. Es sencillo si conoces bien a esa persona y sus gustos literarios, pero si no es así, la decisión se vuelve absolutamente subjetiva, limitada por completo en la tibia relación que han mantenido y en lo poco que sepas de su vida. Si la obra escogida de entre tu archivo mental desvela una de las facetas agradables de quien hizo la solicitud, este te convertirá un conocedor de la buena literatura. Pero si, por el contrario, se enfrenta a uno o varios de sus defectos, te tomará como una mala persona. En el arte de elegir un libro para otros no hay medias tintas (nunca mejor dicho).

Igualmente, no debemos olvidar los gustos del otro. Porque quizá de todos los títulos que conoces, ninguno sea el adecuado para esa persona. En esos casos, comienza una labor de investigación que requiere cierto tacto, ciertas preguntas que te guíen hasta el libro exacto. En este caso el mensaje es claro, cristalino: te conozco y hoy te conozco aún más.

Pero sin lugar a dudas, el mayor reto llega cuando tienes que regalar un libro a alguien que sabes que es un lector voraz. El reto se vuelve mayúsculo, porque las posibilidades de errar pueden ser más altas, y no porque le entregues una obra que ya ha leído o quizá porque esta no está a la altura de sus expectativas. La posibilidad radica en que quizá lo que menos quiera esa persona sea un libro y tú has decidido tomar la decisión más sencilla (aunque consideres que fue la más difícil).

Más allá de cualquier caso, seleccionar un libro para otros es un compromiso y, como tal, debe estar desligado a cualquier moda, quizá la influencia más perniciosa a la hora de regalar o recomendar. Por eso, lo único que se debe hacer a la hora de tomar el riesgo de elegir es sólo ser sincero. Como son los libros.

 

carlos lópez-aguirre
Moscú bajo la sombra del coronavirus, 23 de abril de 2020
Sant Jordi – Día del Libro

P.D. Y por favor, compra esos libros que elegiste en la librería de tu barrio o en esa que te gusta tanto.

Tablas

A Ale con casi 9

Recuerdo que la primera vez que jugué ajedrez tendría menos de diez años. Mi padre nos había comprado, a mi hermano y a mí, un ajedrez de plástico. No teníamos piezas negras, sino rojas, mientras que las blancas seguían siendo blancas.

Lo cierto es que no sabíamos jugar. Los peones podían eliminarse estando paralelos, mientras que los caballos avanzaban dos casillas hacia adelante en línea recta. Poco a poco fuimos aprendiendo y nuestras partidas se volvieron largas y ríspidas. Aunque el resultado, casi siempre, era el mismo. Yo acababa sucumbiendo. No obstante, mi gusto por el ajedrez nunca se acabó.

Ya con poco más de 16, un amigo mío comenzó a entusiasmarse con el tablero. Yo llevaba un tiempo sin jugar. En la preparatoria donde estudiábamos habían abierto un curso de ajedrez con la promesa de un torneo al final del mismo. Él se matriculó con ilusión y practicaba conmigo. Al principio todo era muy fácil. Yo ganaba en cada partida con una facilidad que nunca había tenido con mi hermano. Pero uno mismo cava su propia tumba. La edad que teníamos nos obligaba, no sólo a ser competitivos, sino también a demostrarlo. Así que una vez terminada la partida, yo esbozaba una enorme sonrisa, o reía o, en el peor de los casos, cuando con unas cuantas jugadas me llevaba la victoria, me burlaba.

Un día mi amigo dejó de jugar conmigo. Medité sobre la posibilidad de haberlo ofendido. Pero nada más lejos de la verdad. Una tarde, después de clases se acercó con el tablero y acepté el reto. Me ganó en tres movimientos. Saltó, gritó, corrió. Y yo me hundí. Esa fue una de las mayores enseñanzas que me ha dado el ajedrez.

Han pasado muchos años y hoy disfruto más que nunca del juego. Lo hago con un niño de casi nueve años con el cual me he enfrentado en infinidad de ocasiones desde que tiene seis. Me gusta ver cómo piensa, crea estrategias. Compite. Suelo ganar. Pero lo que más me agrada es ver cómo poco a poco mis triunfos son cada vez más raquíticos, más costosos, más duros. Esta mañana quedamos Tablas y sé que Él no se va a rendir. Buscará con ahínco ese triunfo. Pero también nos reímos, comentamos, expresamos lo que sentimos en esas jugadas decisivas: cuando perdemos la Reina o cuando la recuperamos.

Así que, sobre todo, nuestras partidas son un momento que ambos disfrutamos. El ajedrez es mucho más que un juego, por lo menos para mí. Es un pequeño hilo que nos une y evita, por unos instante, que la vida me susurre al oído: Jaque.

carlos lópez-aguirre
Moscú bajo la sombra del coronavirus, 27 de marzo de 2020